En un índice de impunidad elaborado por la Universidad de las Américas, que incluyó 59 países, México ocupó el segundo lugar. De nada sirve aumentar penas con esos niveles de impunidad, que son la mejor invitación para delinquir.
La ley anticorrupción, que implicó reformas constitucionales, es en principio un avance. Sus leyes reglamentarias son definitivas para que realmente reduzcan la corrupción y la impunidad en el sector público o solo aumenten la burocracia y la reglamentación, encarezcan los trámites a los ciudadanos y se conviertan en una simulación.
La Reforma Constitucional amplía la competencia a la Auditoría Superior de la Federación (ASF) para revisar las participaciones federales en los estados, pero debe incluir en las leyes reglamentarias la investigación por enriquecimiento ilícito o inexplicable de muchos gobernadores y alcaldes, que han saqueado impunemente estados y municipios.
Se quejan algunos críticos de que esa nueva ley mantiene el fuero al Presidente de la República, gobernadores y alcaldes. El problema no es el fuero, sino el no contemplar un desafuero expedito cuando existan pruebas documentadas de desvíos y corrupción.
La Ley Anticorrupción debe terminar con la costumbre de que las evidencias sobre conductas ilícitas de altos funcionarios sólo quedan en denuncias en los medios de comunicación, apostándole los corruptos al olvido con el tiempo. Si las leyes reglamentarias no dejan claro el camino para castigar funcionarios de primer nivel, las Reformas anticorrupción solo servirán para crear una burocracia innecesaria y duplicidad de funciones.
Para evitarlo es necesario fusionar la Secretaría de la Función Pública con la Auditoría Superior de la Federación, como cabeza autónoma de un nuevo organismo anticorrupción, con competencia para revisar y vigilar todos los procesos iniciados a funcionarios corruptos en los tres poderes y niveles de gobierno, y en todas las instituciones, empresas y sindicatos que manejen o reciban dinero de los impuestos.