La mayoría de las decisiones del actual gobierno en materia económica se caracterizan por ser reactivas más que preventivas. Hasta que Pemex se quedó sin dinero para pagar deudas, pensiones y nómina, cambiaron a su director y empezaron a ver cómo enfrentaban su falta de liquidez.
Sin el subsidio del Banco de México, se hubiera declarado ese monopolio estatal en suspensión de pagos o en quiebra.
Lo único que implementó con tiempo el actual gobierno es el aumento de impuestos a empresas y a los trabajadores, mediante la reducción de la deducibilidad de sus prestaciones a casi la mitad. De 2012 a 2015, según un estudio de la Coparmex Nuevo León, la extracción de recursos a las empresas se incrementó 85 por ciento. Los ingresos tributarios, a pesar de la caída de los impuestos pagados al gobierno por Pemex, aumentaron de 2012 a 2015 de 9.9 a 10.9 por ciento del PIB.
Ese aumento de impuestos compensó sustancialmente la caída de los ingresos petroleros; pero el gobierno, en lugar de implementar un plan de austeridad para reducir déficit y deuda, siguió incrementando su gasto. El gasto público representó en 2012 el 24.3 por ciento del PIB y en 2015 el 25.8 por ciento. La deuda neta total a diciembre de 2012 fue equivalente a 36.4 por ciento del PIB y en 2015 a 45.7 por ciento. Al primer trimestre de 2016 ya alcanzó 47.6 por ciento, el nivel más alto en la historia del país.
Si junto con el aumento de impuestos, hubiera bajado gradualmente el gasto en sus tres primeros años y reducido el déficit 0.5 por ciento anual, hubiéramos terminado 2015 con un déficit de 0.9 por ciento; sin embargo el aumento del gasto, básicamente por motivos político-electorales, elecciones de diputados federales y de gobernadores, llevó a que un déficit de -2.4 por ciento en 2012 creciera a -3.5 por ciento en 2015, que ya preocupa, junto con el crecimiento de la deuda, a calificadoras y organismos internacionales, como el FMI.
Hay el riesgo de no revertir el aumento de déficit y deuda, que le bajen la calificación a México, lo que se traduciría en un mayor costo de la deuda por los mayores intereses a lo que nos prestarían y en un menor ingreso de inversión extranjera. Si no hay ajustes claros, estructurales y sustentables en el gasto público, que permitan reducir el déficit y la deuda, nos encontraremos frente a problemas que ya parecían superados desde finales del siglo pasado