A partir de la Segunda Guerra Mundial se popularizaron las teorías del economista inglés, John Maynard Keynes, que combatían el desempleo mediante un gasto público por arriba de los ingresos tributarios del gobierno. La teoría de Keynes, en aras de reducir el desempleo, justificó el desequilibrio presupuestal, es decir, que el gobierno gastara más de lo que recibía.
Durante la década de los 50 y 60 casi todos los gobernantes del mundo aceptaron esas teorías, que predicaban que gastar era bueno. Y, como “no hay a quien le den pan que llore”, pronto se convirtieron en la Biblia de los gobernantes. Lo que antes se consideraban gastos irresponsables y derroches, los calificaron de “decisiones técnicas” para incrementar el empleo. En los países subdesarrollados se le adjudicó al derroche gubernamental la virtud de “redistribuir” la riqueza e incentivar el crecimiento económico.
Tuvieron que pasar las décadas de los 60 y 70 para que las advertencias de varios economistas, entre ellos Von Mises y Friederich Hayek, se vieran confirmadas por la realidad. El desequilibrado gasto público generó inflaciones, devaluaciones, estanflaciones (inflación con desempleo), enormes deudas y la quiebra de miles de empresas y de gobiernos.
En cuanto a la redistribución de la riqueza, fue contraproducente, se dio una redistribución negativa del ingreso. El déficit presupuestal volvió más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. El mayor gasto público se convirtió en un caldo de cultivo para la especulación y la corrupción, en la cual participaron uncionarios y empresarios.